La Consagración al Sagrado Corazón

P. Miguel Soler, IVE

con ocasión de la Consagración de la Provincia de Extremo Oriente al Sagrado Corazón de Jesús

 

Lipa, Filipinas, 5 de enero 2017


Queridos hermanos:

Queremos realizar hoy, como miembros de la Familia Religiosa del Verbo Encarnado, la consagración de nuestras provincias al Sagrado Corazón de Jesús. Es un acto de devoción, no personal sino comunitario, no privado sino público, no ordinario sino extraordinario y solemne. Consagración que asume el nombre y modo de “entronización”, cediendo a la Santísima Humanidad de Cristo la presidencia y dirección de nuestros actos.

 

En esto mismo encontramos quizás la nota esencial y característica que señala qué tiene esta consagración de particular, en comparación con las otras consagraciones que operan actualmente en nuestras vidas. Porque, después de haber dado a Dios los bienes exteriores por el voto de pobreza, los bienes interiores por el de  castidad, el ejercicio de nuestra libertad por la obediencia; y por añadidura, incluso los méritos pasados, presentes y futuros, por medio del voto de esclavitud a la Santísima Virgen… bien podemos preguntarnos si queda algo para ofrecer a Dios.

 

Estamos convencidos, por la fe cierta en la veracidad de las promesas hechas por Cristo a sus santos, que consagrarnos a su Corazón tendrá grandes frutos. Nuestros Capítulos Generales tomaban de escritos de Santa Margarita María de Alacoque poderosos motivos para decidir consagrar nuestros Institutos a su Sagrado Corazón, motivos fundados en promesas de Cristo a la santa, según el espíritu de su fundador, San Francisco de Sales. Se pueden compendiar en cuatro motivos, que son frutos, principales:

 

1. Conservar el fervor primitivo del Instituto: «no será necesario otro remedio para restablecer el primitivo fervor y la más exacta regularidad en las Comunidades menos observantes»; «nos renovará en el espíritu primitivo de nuestra santa vocación».

 

2. La consecución de los fines del Instituto.

 

3. La unión de caridad entre los miembros.

 

4. La solidez y la unidad ante los peligros de división y los ataques externos. Dice la santa: «Yo pienso que éste es uno de los medios más eficaces para volver a levantar [a su Instituto] de sus caídas, y servirle como de castillo inexpugnable contra los asaltos que el enemigo le da continuamente para arruinarlo, por medio de un espíritu extraño de orgullo y ambición, que quiere introducir en lugar de aquel de humildad y sencillez, que son el fundamento del edificio».

 

Confiamos en esas promesas, y porque deseamos su cumplimiento nos consagramos. Pero sabemos que no hay acto de devoción verdadero si éste es sólo exterior, si pretende fundarse en la sola repetición de unas fórmulas, ya que devoción es la “prontitud de la voluntad en realizar lo propio del culto divino”, esto es, la ofrenda interior, profunda y sincera a Dios, ofrenda de uno mismo y de lo que le pertenece, que usa luego modos y medios exteriores que expresen esa voluntad. Queremos decir que para que esta consagración que hoy realizamos sea realmente tal y para que efectivamente se realice en nosotros lo contenido en las promesas, debe producirse efectivamente en nuestras almas lo que la misma consagración representa y significa. Será esto acción de la gracia, pero que requiere de nosotros fidelidad.

 

Es lo que intentaremos explicar de alguna manera. Baste por ahora decir que allí está también la respuesta a lo que nos preguntábamos hace un momento: profundizando en el significado mismo de la consagración, podemos descubrir qué es lo que “agrega” a las consagraciones que ya hemos hecho y queremos vivir como religiosos del Verbo Encarnado.

 

1.       El Misterio del Corazón de Cristo

¿Qué pide de nosotros esta nueva consagración? Y… ¿qué es lo nuevo que le entregamos? Para encontrar luces que nos ayuden ante estas preguntas, debemos, aunque sea en unas pocas pinceladas esenciales, mirar al misterio mismo del Corazón de Cristo, del lugar que ocupa esta realidad y aspecto en el misterio del Verbo hecho carne.

 

Llamamos corazón al fondo íntimo del alma en el cual se asientan las experiencias y se centralizan los actos de las potencias. Las potencias operan de diversas maneras, cada una según el modo propio, pero es el alma la que obra y actúa por medio de ellas. En la Escritura se habla del corazón como “centro y fuente de toda la vida interior” [1]. Sólo en los evangelios, al menos 33 veces Jesús se refiere al corazón en este sentido[2]. Así encontramos que el amor a Dios es cuestión de todo el corazón, que de un corazón humilde proviene el descanso del alma (Mt. 11,29); que la pureza de corazón permite ver a Dios (Mt. 5,8), etc. Cuando los actos de amor son ordenados e integran armónicamente los actos de todas las potencias, decimos que estamos ante una “persona de corazón”.

 

Parafraseando al p. Cornelio Fabro podemos decir que “tener corazón [en un sentido fuerte y positivo] es una especial capacidad de sentir, es una sensibilidad especial, es capacidad de conmoverse, de expandirse hacia los demás, de encenderse, de sentir el dolor de los otros como propio, y también la alegría, estar más contento porque los otros lo están que por estar contento con los otros, es cierto punto indivisible en nuestro yo en el cual es puesto todo el bien posible de una creatura…, es el centro de la libertad…” [3].

 

Con su Encarnación el Verbo quiso asumir esta especial capacidad de sentir. Sin duda para poder padecer; pero también, si es que “tener corazón” tiene en nuestra vida un sentido profundo y positivo, para poder asumir y elevar esto, mostrándosenos “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

 

San Bernardo tiene páginas hermosísimas en las que expresa cómo la asunción de una naturaleza humana, de un “corazón humano”, es lo que permite al Verbo tener no una mayor misericordia, sino una misericordia distinta, experimental: «Quiso experimentar en sí lo que nuestros padres sufrían con toda justicia por haber obrado contra Él; pero se sintió movido, no por una curiosidad semejante a la de ellos, sino por una admirable caridad; y no para ser un desdichado más entre los desdichados, sino para librar a los miserables haciéndose misericordioso. Se hizo misericordioso, pero no con aquella misericordia que, permaneciendo feliz, tuvo desde siempre; sino con la que encontró, al hacerse uno como nosotros envuelto en la miseria» [4]. Pues «conocía por naturaleza [qué es la misericordia], pero no por experiencia. Y se disminuyó incluso por debajo de los ángeles […] hasta aquella forma en la pudiera padecer y someterse para que así, ya que en su propia naturaleza no podía, experimentara en la pasión la misericordia, y en la sujeción la obediencia. Por esta experiencia no creció su ciencia, sino más bien nuestra confianza»[5].

 

El Verbo se hace hombre entonces para asumir una naturaleza y un corazón humano, para poder experimentar la misericordia que ya conocía como Dios. No sólo es la experiencia de la miseria, sino es la experiencia también de la respuesta afectiva ante ella: experimentar la misericordia. La misericordia de Dios es el origen primero de todos los bienes creados, y es la respuesta universal y definitiva a todas las miserias, presente eternamente en Dios como designio inmutable destinado a realizarse en el tiempo… la misericordia del corazón de Jesús es la respuesta efectiva y afectiva puntual a cada mal de los miembros de su Cuerpo místico a lo largo de la historia. Cada miseria y necesidad nuestras tienen una respuesta eterna en el designio de Dios, pero también un reflejo actual en el Corazón humano de Cristo. Y Cristo es, con todas las letras, un “hombre de corazón”.

 

2.       Nuestra consagración a su Sagrado Corazón

 

¿Qué agrega entonces esta consagración?

 

La asunción de una naturaleza y corazón humano por parte del Verbo conllevan su entrada en el tiempo, lo coloca en el campo y ante la posibilidad de la experiencia, de lo fáctico, y de las obras concretas.

 

Así, creo que posiblemente y entre otras cosas, esta consagración agrega que lo que ponemos en sus manos son nuestras necesidades y miserias para que a ellas responda con la misericordia de su Corazón, y lo hacemos de una manera solemne, y como Familia Religiosa. Ponemos en sus manos todos nuestros pecados y debilidades. San Jerónimo creía haber dado todo al Niño Dios, hasta que escuchó de Él: “Jerónimo, dame tus pecados”.

 

En una visión, por así decir, eminentemente existencial, en sus manos ponemos también la experiencia concreta e histórica de miserias, dolores, sufrimiento y persecución; para que, como miembros de su Cuerpo místico, podamos también así aprender la misericordia y la obediencia. Sin este deseo profundo y concreto nuestra consagración serían solo palabras vacías.

 

Y por ello, consagramos también hoy al Corazón de Cristo el reflejo y la respuesta afectiva en nuestro corazón ante las miserias de nuestro mundo, ante las miserias de nuestros hermanos y hermanas; ponemos en sus manos la misericordia que, por pura gracia suya, podemos encontrar en nuestro corazón, como “pulsaciones interiores del Cuerpo Místico de Cristo”, al decir del p. Fabro.

 

Por otra parte, ponemos en sus manos nuestro hacer histórico, todo lo que cae bajo nuestro discernimiento, la dirección de los actos, las decisiones, el gobierno de nuestras comunidades y nuestros apostolados. Pero lo hacemos no para desligarnos, sino para iluminar nuestro obrar y actuar con el de su Corazón; asumiendo el compromiso de, allí donde no haya motivos de deber o prohibición, asumir su modo de juzgar y decidir, de obrar y tratar, de elegir y entregarse. Le pedimos que Él dirija nuestras obras, pero de tal manera que sean realizadas con el modo y estilo propios que nos muestra su Corazón.

 

Esto conlleva naturalmente un examen sobre nuestra vida, y pide de nosotros pensar seriamente en nuestras disposiciones para el futuro: ¿queremos realmente que sean los sentimientos de Cristo Jesús los que dirijan nuestro actuar como religiosos, como superiores, como ministros de Dios…? ¿Queremos que realmente definan nuestras relaciones, entre nosotros, con los demás, con los débiles y pecadores, con los que entendemos que no nos desean el bien, no nos comprenden o nos persiguen? ¿Asumimos que nos comprometemos a no tomar ninguna decisión ni a realizar ningún acto que no seamos capaces de presentar filial y confiadamente ante su Corazón abierto por la lanza? Son todas gracias que pedimos.

 

Es aquí donde vemos que esta consagración al Sagrado Corazón es mucho más que “una idea piadosa”; es seguramente una llamada divina a profundizar en nuestro carisma, porque  queremos ser “como una nueva encarnación del Verbo”, “como otra humanidad suya”, de modo que el Padre no vea en nosotros “más que el Hijo amado” [6].

 

3.       Nuestra consagración es una vocación: de nuestro corazón al Suyo

 

Finalmente, en el misterio de su Encarnación y de su unión con los miembros de su Cuerpo Místico a lo largo de la historia, podemos encontrar otro aspecto muy hermoso y consolador, y que nos muestra una nueva riqueza, insondable, en este acto de consagración.

 

Y es que el Verbo asume un Corazón humano para que con nuestra devoción y amor podamos consolarlo y alegrarlo; para que podamos proporcionarle un “gozo nuevo”, no mayor, que en cuanto Dios no puede recibir de nosotros. A Dios sólo le podemos dar gloria, que será siempre extrínseca; a Cristo en su Corazón podemos darle consuelo y  gozo, con nuestra humildad, con nuestras comuniones bien hechas, con nuestros deseos de imitarle.

 

Cristo glorioso ya conoce todos los actos buenos de nuestra vida, de todos los miembros de su Cuerpo Místico, hasta el fin de los tiempos. Él ya no puede padecer, en sentido estricto, porque nada cambia la disposición de su naturaleza, nada lo entristece y nada aumenta su gloria intrínseca[7]. Pero en un sentido amplio, dice Santo Tomás, el sentir y entender son un cierto padecer[8]. No podemos aventurar explicaciones a cómo podría ser que nuestros actos actuales “toquen” su corazón, participando Él de la eternidad de Dios, pero la posibilidad no puede ser negada. Dice San Bernardo: «No deben parecernos absurdas las expresiones de que Cristo conocía la misericordia desde siempre, por su divinidad, pero de manera distinta de como la conoció en el tiempo por la encarnación. No queremos decir que Cristo hubiese comenzado a saber algo que anteriormente no supiese… [y refiriéndose precisamente a su conocimiento del juicio final, o sea de lo futuro]: Pues si con la mirada de su divinidad veía todas las cosas, las pasadas, las presentes y las venideras, conocía perfectamente aquel día; pero no por experiencia de los sentidos corporales. De haber sido así, ya habría aniquilado al anticristo con el aliento de su boca; ya habría resonado en sus oídos el alarido del arcángel y el fragor de la trompeta, a cuyo estrépito los muertos van a resucitar; ya habría visto también con los ojos corporales a las ovejas, a las cabras, que deberán estar separadas entre sí» [9]. De manera análoga, creo que legítimamente podemos pensar que aunque ya conoce cada uno de nuestros actos de amor hacia Él, cuando efectivamente se realizan en el tiempo, encuentran un lugar de privilegio en su Corazón, pues son los actos del Corazón de su Cuerpo Místico.

 

En esta línea se coloca la llamada a tantos santos y santas de la historia, de parte del Espíritu Santo, de consolar a Jesús, de procurarle gozos, de hacer estremecer su Corazón. Estamos por celebrar este año el centenario de las apariciones de la Santísima Virgen en Fátima, lo cual tiene una importancia capital para la Iglesia y para nuestra Familia Religiosa. Cobra entonces especial relieve el ejemplo del Beato Francisco Marto. Escribe Lucía: «Mientras Jacinta parecía preocupada con el único pensamiento de convertir a los pecadores y librar a las almas del infierno, él solo parecía pensar en consolar a Nuestro Señor y a Nuestra Señora que estaban tan tristes»[10]. San Juan Pablo Magno dirá en la homilía de beatificación: «Una noche, su papá lo escuchó sollozar y le preguntó por qué lloraba; el hijo le respondió: “Pensaba en Jesús que está tan triste por causa de los pecados que se cometen contra Él”. Por eso vive motivado por el único deseo –tan expresivo del modo de pensar de los niños –de “consolar y dar alegría a Jesús” […]. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios»[11]. Finalmente, en el capítulo dedicado al Beato en su libro sobre Fátima, creo que de lectura obligada este año, dice el p. Buela: «…nuestra vida religiosa puede ser de muy poco triunfo, de mucha incomprensión, de falta de reconocimiento incluso por parte de los mismos hermanos; finalmente, pasar la vida […] ignorados del mundo, poco importa, si nosotros llegamos a hacer la experiencia de unión mística con Dios, si nosotros llegamos a ser el consuelo de Jesús»[12].

 

                Queridos hermanos, del Corazón abierto de Cristo brotaron los sacramentos y con ellos la Iglesia. María Santísima, al pie de la cruz, nos enseñe el camino para entrar en ese Corazón traspasado, allí poder consolarlo, y vivir para siempre con Cristo escondidos en Dios (Cf. Col. 3,3).

 



[1] Gringich Lexicon, BW.

[2] Cfr. Mt. 5,8.28;  6,21;  11,29;  12,34;  13,15. 19;  15,8; 18ss;  18,35;  19,8;  22,37;  24,48; Mc. 7,6.19.21;  8,17;  10,5;  11,23;  12,30.33;  16,14;  2,19. 51; Lc. 6,45; 8,15; 10,27; 12,34. 45; 24,25; Jn. 12,40; 14,1. 27; 16,6.22.

[3] C. Fabro, Sermón “Junto al mar de Galilea” (Domingo nn. de Pascua, tomado de una grabación).

[4] San Bernardo, De gradibus humilitatis et superbiae, C. 12,2.

[5] San Bernardo, De gradibus humilitatis et superbiae, C. 9,2.

[6] Directorio de Espiritualidad, 30; cita Beata Isabel de la Trinidad, “Elevaciones” 33, 34 y 36.

[7] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 97,2. El santo doctor está hablando del estado de justicia original.

[8] Ibidem.

[9] San Bernardo, De gradibus humilitatis et superbiae, C 10,1

[10] Sor Lucía, «Memoria IV», en A. M. Martíns (ed.), El futuro de España en los documentos de Fátima, 116.

[11] Juan Pablo II, Homilía en la misa de beatificación de los pastorcitos de Fátima Francisco y Jacinta, 13 de Mayo del 2000, 2.

[12] Carlos Miguel Buela, Fátima…, y el sol bailó (New York 22012) 264.

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